Pandemia

Es impactante ir a los supermercados y no encontrar arroz. Es fuerte el golpe de realidad que te da leer que los juegos olímpicos se cancelaron. Da miedo cuando los directivos de la universidad hacen una reunión para explicar la situación como inminente, inevitable y muy probablemente caótica. Es desoladora la historia que cuentan los números. Es difícil controlar la mente ante el pesimismo y al mismo tiempo ser sensata y simplemente hacer todo lo que está en mi poder. Es angustiante la decisión de dónde y con quién pasar este momento tan difícil. Es abismal pensar en el devenir económico del planeta y todas las consecuencias que eso puede traer. Y, sin embargo, yo, hoy, aquí, estoy bien. Hay quienes verdaderamente no pueden dejar de hacer su chamba y tienen que arriesgarse el pellejo y el de su familia todos los días para traer tortillas a la mesa. A esa gente les doy mi más profundo agradecimiento y admiración. Pero hay quienes tienen el privilegio de decidir ayudar al bien común quedándose en casa y simplemente son incapaces de frenar la inercia de su vida cotidiana. No comprendo. ¿Es que no entienden la magnitud del problema o es que se creen invencibles? ¿Qué no tienen a nadie que les importe lo suficiente para proteger?, ¿a ustedes mismos? Basta con ser un vector asintomático para mandar al hospital a tus seres queridos sin saber si van a salir. Basta con que tengas una condición médica de la cual no estabas enterado para que tú no salgas. ¿O es que, como tantos problemas globales, creen que su participación es insignificante? Este es sólo el primer golpe de muchos que vienen. Y, al igual que éste, la solución sólo puede darse si aprendemos a actuar colectivamente como humanidad. A nuestra generación nos toca trascender el individualismo y actuar en torno al bien común. Soltar nuestro ego, nuestra tóxica comodidad. Entender que hay tantas cosas más grandes que nosotros por las cuales vale la pena aguantar un golpe. Y ese golpe, ante los ojos de quienes realmente sostienen al planeta en sus hombros, es una broma. Ya puedo ver las risas irónicas de Audón si me quejara porque tuve que cancelar mi vuelo a la playa por el coronavirus. Él ha tenido que trabajar de albañil cuando lo acababan de operar para sostener a su familia. ¿Neta no puedo aguantar tantita molestia? Nos toca aprender a ser más humildes, más empáticos. Soltar la obsesión de no “perder”. Aprender a luchar por el bien de todos, por recompensas que quizás nunca gocemos. Creo que muchos problemas globales se dan porque, si acaso, sólo luchamos por lo que nos afecta directamente. A mí me podría valer el coronavirus porque, como estoy joven y sana, probablemente apenas y me darían síntomas. Pero esto no es sobre mí. Soy lo suficientemente empática como para no querer aumentar las probabilidades de que un completo desconocido se quede sin una cama de hospital. Y el mismo razonamiento se repite para otras luchas globales. A mí me podría valer el racismo ya que nací de un color privilegiado. Sin embargo, trabajo en aprender a ser consiente de mi privilegio y procuro resaltar las injusticias del racismo cuando no están siendo reconocidas. A mí me podría valer las restricciones xenófobas de Trump ya que soy binacional. Pero soy lo suficientemente empática para entender la desesperación de un completo desconocido que huye de su país, y lo suficientemente empática para demandar a mi gobierno que les den asilo y los traten con dignidad. Hay que dejar de luchar solo por uno mismo. Usar nuestro privilegio para crear un mundo más justo para todos, no para embriagarnos ad nauseam en la comodidad de nuestra burbuja. Los problemas globales se van a solucionar sólo si nos unimos todos. Por favor, frena tu inercia. Cambia tu rumbo. Piensa global.

Los errores del pasado amenazan por repetirse una última vez en la Lacandona

La historia de la Lacandona está llena de explotación, olvido y sueños rotos. Desde la conquista española diversos actores han pugnado tanto por explotar a la selva como a sus habitantes en una perpetua historia de conflictos de intereses. Hoy vivimos los estragos de las decisiones del pasado cuando se creó la reserva Zona Lacandona en 1972, donde se les adjudicó la reserva a los lacandones y se excluyeron las otras etnias indígenas, choles y tzeltales, que ahí vivían. Vivimos los estragos de la colonización sin planeación de los setentas, del Reparto Agrario y el posterior olvido político de las comunidades provenientes de varios Estados del país a las que se les repartieron las tierras de la Lacandona. Es este perpetuo olvido político lo que ha mantenido históricamente a Chiapas como uno de los estados más rezagados del país, no la falta de tierra de sus habitantes. Hoy, estas etnias exigen que la Reserva de la Biosfera Montes Azules se les sea repartida tal como se les repartieron tierras en los setentas para ser explotadas con ganadería y agricultura a gran escala, repitiendo la misma historia que nos llevó a la devastación actual.

La iniciativa por recategorizar la Reserva Integral de la Biosfera Montes Azules en una reserva biocultural y abrirla a la explotación repetiría el mismo ciclo que ya hemos visto fracasar una y otra vez en todo el planeta. Un pedazo de tierra sólo puede subdividirse entre cierto número de personas, y con el tiempo llega un punto en que simplemente ya no hay más tierra disponible para las nuevas generaciones. Si se reparte la Lacandona, sólo será cuestión de tiempo para que nuevamente haya generaciones demandando tierra. Esto es por definición una práctica insustentable. Esto ya sucedió en esta misma región en los setentas y no sacó a la gente de la pobreza. Si esto vuelve a suceder, será la última vez, y las consecuencias serán irreparables.

Nosotros también demandamos que las etnias de la cuenca del Usumacinta mejoren sus condiciones de vida. Pero eso no se va a lograr impulsando la misma estrategia de repartición de tierras que llevó a la devastación y pobreza actual de la zona. Se va a lograr con voluntad política, garantizando educación de calidad y financiando la formación de profesionistas locales. Se va a lograr garantizando servicios de salud pública de calidad que no se encuentren a horas de distancia de sus hogares. Se va a lograr fortaleciendo su legado cultural. Se va a lograr impulsando la soberanía alimentaria y la economía local, y no una economía basada en satisfacer las necesidades de los mercados internacionales donde no importa cuánta palma de aceite, ganado y maíz se produzca jamás será suficiente. Se va a lograr financiando proyectos sustentables que permiten el aprovechamiento de la selva sin talarla, como es el ecoturismo, la agricultura no intensiva, el manejo cinegético sustentable, las Unidades de Manejo Ambiental, los Predios e Instalaciones que Manejan Vida Silvestre, las Sociedades de Producción Rural, entre otras estrategias legales que ya existen. Todo esto se puede lograr sin necesidad de recategorizar de la reserva.

Demandamos esto no como parte de alguna asociación civil, ni siquiera como parte del gremio científico; demandamos esto como nuestra labor como ciudadanos mexicanos. El cuidado del medio ambiente es tema de seguridad nacional. Los recursos naturales del país son propiedad de la Nación. La ley establece que cada mexicano tiene el derecho a un medio ambiente sano y, por lo tanto, todos los mexicanos tenemos el derecho a opinar y ser escuchados sobre nuestra postura ante el devenir de la Selva Lacandona.

Sin selvas no hay agua. Sin selvas no hay tierra fértil. Sin selvas no hay vida.

Ser una mujer en el ejido

Irme a vivir a Loma Bonita significó hacer innumerables modificaciones a mi estilo de vida; a casi todas éstas les di la bienvenida con una sonrisa, pero aquellas que tienen que ver con ser mujer me siguen costando. Amo la soledad que este proyecto me ha permitido experimentar, me encanta ese pasar del tiempo estando sola conmigo y con Janga, fumar mi pipa lentamente mientras Janga juega y las aves se alborotan alistándose para dormir, pasar horas leyendo en la hamaca sin que nadie me interrumpa. Me encanta la libertad de tener una casita entera para mi, tener espacio para que mi persona se expanda. Pero esta soledad también genera mucha vulnerabilidad cuando pongo un pie fuera de casa.

Cuando llegué a Loma, no me sentía cómoda en ningún momento del día. Para ese entonces, yo trabajaba con otro guía que, además, era mi casero. En la chamba no nos entendíamos bien (ver “Un equipo de trabajo”), y eso hacía que se creara una situación muy tensa: una mujer sola a la mitad de la selva junto con un hombre mamado y macho con el que claramente no estaba congeniando. La situación se ponía todavía más incómoda cuando había que pasar un alambrado y me detenía el alambre de púas: ahí tienes de dos, o te agachas dándole las nalgas, o te agachas pasando frente a su paquete. Entonces, todo el tiempo en campo tenía que cuidar cómo me agachaba, los roces de piel cuando me pasaba una cosa, cómo me expresaba, todo el tiempo estaba alerta. Luego en la casa me tocaba comer con él codo a codo. Ahí sí era su territorio, y hacía claro su reinado jalándole los tirantes del brassiere a su esposa y echándose en la hamaca a ver tele mientras comía cacahuates y tiraba las cáscaras en el suelo. Yo calladita. Pero era tenso. Todos los días, todo el tiempo era tenso. Incluso para dormir tenía pesadillas y al despertar sentía presión en el pecho. Fue hasta que regresé a San Cristóbal después de haberme ido a la selva, que me di cuenta de la presión constante que estaba viviendo y que ya había normalizado cómo mi forma de vida. Temblaba. Me sentía extraña de poder enseñar mis hombros. Lloré sin saber por qué, pero ahora sé que fueron las lágrimas que me tragué por miedo a verme débil.

Ahora las cosas han mejorado mucho con mi nuevo guía, Adolfo. Es una persona padrísima, muy respetuosa y amable, no hubiera podido hacer mi proyecto si no fuera por él. Ahora la tensión se ha transladado a un grupo de jóvenes que me chiflan y me gritan de cosas cada vez que me ven pasar. Como ahora ya rentan internet en una casa del ejido, me suelo topar ahí a los que me chiflan. Cuando estoy ahí se empujan, eructan, hablan entre ellos de “la bióloga”, y yo sentada ahí a dos metros de ellos; por eso los llamo “los gorilas”. Un día, José, el hijo de Marta (mi casera y esposa de mi ex-guía) cumplió años e invitó a los gorilas a cenar a su casa. Yo le pago a Marta para que me haga de comer y ese día habían venido tres amigos a visitarme (chéquenlos!! —> BeCycling.net, @becycling), entonces me acerqué a la mesa con los gorilas comiendo para preguntar cómo iba a estar la cosa. En ese medio minuto nos llovió una cantidad de guarradas, y ni les importó que había un hombre acompañándonos. Lo que me sorprendió (y no, a la vez) es que ni Marta, ni José les dijeron nada. Nos guardamos en mi casa mientras esperábamos a que se fueran. Mis amigos se sorprendieron de lo confianzudos de estos jóvenes, han viajado por todo el mundo pero no les había tocado que se pusieran así, quizás y es porque vivo aquí. Mi amiga Nade me preguntó que por qué no hablaba con ellos en buen plan en vez de estarlos ignorando, pero es que siento que me podría salir el tiro por la culata y luego podría tenerlos aquí visitándome en la casa creyendo que quiero algo con ellos. Creo que de lejitos es la mejor opción.

Lo bueno es que no me ha pasado nada realmente malo, pero puedo ver fácilmente cómo podría pasar. Y eso es algo que extraña vez se considera en los proyectos de campo. Como que las mujeres que trabajamos en campo partimos asumiendo que nuestro guía nos va a tirar la onda pasivo-agresivamente, pero eso es una situación extremadamente desgastante a largo plazo, más si estás sola y sin tregua de la situación. Yo no hubiera podido continuar mi proyecto por un año con el mismo guía de campo, y sé que Adolfo es una excepción por no ser un macho prepotente. Luego agregándole cómo estoy en una zona fronteriza donde a veces en las noches se oye cómo “juegan” con armas de ráfaga, la cosa se pone más tensa; sé que en un encuentro con el narco a mi me meterían a la trata de personas, pagan más por una güerita. A lo que voy es que esto es “un elefante en el cuarto” que todos deciden ignorar en el momento de planear un proyecto. Una vez más es el factor humano que siempre nos falta considerar en la teoría. El mismo factor humano que seguimos sin poder integrar a nuestros proyectos de conservación.

De por qué a veces

Por ahí me preguntaron que por qué escribí la entrada anterior, y no pude responder. Es difícil resumirlo. Más o menos fue la tristeza que a veces resulta de años de ir viendo y aprendiendo cómo la naturaleza se organiza, interacciona, evoluciona, años de fascinarme con cada encuentro con fauna, con cada ecosistema que tengo la dicha de pisar; y al mismo tiempo, la desolación que me pega al ver cómo todo eso se está desvaneciendo tan rápido y tan burdamente. Es muy abrumador ver la magnitud del problema ambiental en que estamos metidos y ver cómo estamos haciendo todo lo contrario para revertirlo.

Trabajar en los fragmentos de selva en la Lacandona te recuerda esa realidad cada día constantemente. Hacia dónde volteé hay kilómetros y kilómetros de ganado, palma, o milpa, donde hace no más de treinta años se erguían ceibas y caobas inmensas atestadas de vida, cubiertas de lianas y epífitas. Kilómetros y kilómetros que fueron desmontados a machetazos y motosierras, y después quemados, eliminando toda evidencia de aquella red compleja de vida que tomó millones de años en establecerse. Cuando estoy por aquí, odio el sol… porque es seña de que la selva ha desaparecido; el dosel de la selva madura es tan denso que no deja pasar los rayos del sol, no importa que no haya una sola nube. Cuando estoy por aquí, odio las casas de madera; no puedo evitar reconstruir mentalmente los árboles a partir de los tablones que hacen mi casa.

Y al estar trabajando de “éste lado del río” –donde no es reserva– me toca ver cómo la devastación sigue, y sigue, y sigue. También sé que sigue del otro lado de la reserva. Pero al trabajar en los fragmentos de selva, todo el tiempo me enfrento con pedazos nuevos de selva convertida en cenizas cayendo del cielo. Es muy doloroso ser testigo de la devastación. Es muy impotente ver que aún no puedo hacer nada para frenarlo. Son demasiadas bocas que convencer para que opten por otro aprovechamiento de su tierra; aún más difíciles de convencer si no tienen educación. Son intereses millonarios los que están de fondo. Son tantos países en la misma situación. Es tanta la urgencia y tan lento el progreso.

Las ceibas nos recuerdan lo alto que llegaba a ser la selva.

A veces

A veces el peso de la realidad simplemente cae sobre mí con todo su peso aplastante, como si te dejaran caer una casa encima soltada desde el cielo. Miles años de historia humana, de engaños, de miedos, de guerras por avaricia, por un acumular patológico. Las previsiones de nuestro futuro compartido me entristecen en lo más profundo de mi ser. A veces lloro. A veces caigo en el nihilismo. No es fácil mantener la llama de la esperanza encendida.

Dos realidades, un mundo

Tuve que regresar un mes a Morelia porque, al final de todo, me comprometí con un posgrado y le tengo rendir cuentas de vez en cuando. Entonces heme aquí con perrita y todo, tratando de sacar un artículo de revisión en un mes, escribir reportes de beca, y presentar un tutoral decente .

Aunque tan sólo estoy a un vuelo de dos horas de distancia entre Tuxtla y el DF, el cambio se siente como jet-lag. Jangala y yo estábamos completamente desconcertadas cuando llegamos al aeropuerto de la CDMX viendo a tanta gente pasándonos tan a prisa. Mis botas de campo enlodadas resaltaban entre la pulcritud de los otros pasajeros. Mi viejo backpack cargado de historias, mis pelos despeinados, la transportadora de Janga, hacían que pareciera un ropavejero tratando de moverme cargando con tantas cosas encima. Me reciben mis abuelos y mi hermano, y se ponen a platicar en lo que me parecía ser otro idioma por las conversaciones tan ajenas que escuchaba. Jangala miraba atenta por la ventana todas las luces de los coches por la noche, como si estuviera en otro planeta.

Al inicio la interacción con la gente era extraña. En el ejido las conversaciones son más simples, más mundanas. Hablamos de la gente y de la chamba, de vacas y cosechas; nada que ver con las conversaciones de la ciudad donde el flujo de información es mucho más rápido, con noticias, figuras públicas, eventos y polémicas sociales. Los primeros días me quería guardar más, realmente no tenía ganas de ver a la gente. Al inicio veía cada cosa de comer con ojos de náufrago –¿un kiwi? ¡qué cosa tan extraña!. Me sorprendía abrir el refri o la alacena y ver tanta comida junta. Al inicio no dejaba de ver cada objeto como si fuera un lujo: un tapete, una secadora, una tostadora de pan. Al inicio, los recuerdos de la selva estaban tan presentes, todo lo comparaba. Pero este estado no duró mucho; una semana quizás. Al poco rato yo ya estaba envuelta en la vida diaria de la ciudad como si nunca me hubiera ido. Estuve trabajando sin parar un mes en Morelia, tenía (tengo) un chingo de chamba y muy poco tiempo para cubrirlo. Estuve trabajando hasta los fines de semana. Vida de rutina de 9 a 6. Y cuando me permitía el fin de semana, salía con mis cuates; como si no estuviera lo suficientemente cansada para ir a tomar y bailar, como si mi mente no pidiera a gritos un descanso.

Como un sueño, se desvaneció de mí el “modo selva”; la sensación que me inunda al vivir ahí, un estado mental tan diferente. No es que los recuerdos se vayan, se va la calma que sentía en ese momento, se esconde el entendimiento minucioso de nuestra sociedad  –ese desmenuzar cada objeto en sus partes primas e imaginarme de dónde vienen realmente las cosas. En este mundo extraño, mi atención se absorbe en las redes sociales, las cosas suceden y nos las veo, trato de lograr hacer todo pero aún haciéndolas quedo insatisfecha, siempre falta más. En la selva el tiempo pasa lento, aquí pasa rápido. En la selva me simplifico, aquí me complico. En la selva constantemente veo cómo toda acción repercute en el ambiente, en la ciudad se me olvida.

     Pero lo importante es no perder de vista que esto no se trata de dos mundos distintos como lo hago sonar. Son dos lados de la misma moneda. Dos formas de vivir la realidad, pero son el mismísimo mundo al final de todo. Pareciera que los mercados son el portal que conecta las dos realidades, el punto en común capaz de modificarlas. Si en el campo hay carencia, en la ciudad se alzan los precios. Si la ciudad no compra, el campo cambia para que compren. Fuera de relaciones económicas, en la ciudad vivimos cómodos ignorando su realidad, normalizando sus dificultades del día a día. Y al ignorar esa realidad, también hemos ignorado la realidad de nuestro planeta cada vez más antropizado hasta que nos golpea en la cara con el cambio climático y extinciones masivas. Ignorar esa realidad sólo perpetúa la explotación de su gente y sus recursos. Ya no podemos seguir creyendo que el mundo rural es un mundo aparte al mundo urbano, sería equivalente a decir que el mundo de los esclavos era un mundo distinto al de las personas libres. Sólo disolviendo esta brecha podremos construir un mundo más justo y más respetuoso con el ambiente.

Odisea en la selva

Me encuentro en San Cristobal refugiada de la lluvia en un café, con Jangala enferma a mi lado. Estoy exhausta y éste café se siente como un abrazo que dice “todo va a estar bien”. El día ha estado rudo; muchos problemas se coordinaron el mismo día y tuve que venir a San Cristóbal de emergencia. Podría decirse que realmente el meollo comienza desde hace unos días cuando descubro que mi coche tiene una fuga del líquido de dirección. Yo no tenía idea ni qué era eso, pero se me hizo muy raro que el volante estuviera tan duro. Así que le hablé a un cuate que le sabe a la mecánica y me dijo que revisara el líquido de dirección. Recordemos que cada que doy señales de vida desde la selva estoy parada enfrente de un potrero perdido a la mitad de la carretera fronteriza con Guatemala. Entonces heme ahí una mujer sola al atardecer, parada a la mitad de la carretera abriendo el cofre, tratando de encontrar de qué tubo se trataba. Por fin lo encuentro y me doy cuenta de que el tubo estaba completamente vacío. Así que por el momento me mantuve rellenando el tubo con su líquido durante los siguientes días.

Luego se enfermó Jangala. Un día vomitó por la tarde pero de ahí todo bien; estaba de buen ánimo, comía y bebía. Pero al día siguiente vomitó dos veces bilis. Al ver ésto no tuve de otra más que llevarla al “veterinario” de la cabecera municipal que está como a dos horas de donde vivo. Es en esos momentos es cuando cada partícula de mi ser detesta los topes y baches (¿piscinas?) que hacen que me frene en seco o salga volando. Y agregado a esto están las constantes curvas. ¿Algún día han atravesado la sierra de Oaxaca? Pues algo así, sólo que aquí de repente desaparece un carril de carretera porque el suelo de la selva se deslava. Pobre Jangala… se la pasó fatal vomite y vomite. Y todo para llegar con un “veterinario” que ni le tomó la temperatura y ni la pesó, pero pues no tenía más opción. Dijo que necesitaba antibiótico y la inyectó pésimo; chilló, pataleó y sangró (cosa que nunca había hecho con las inyecciones).

Al día siguiente ya no vomitó, por lo que pensé que la ida al veterinario podía aguantar hasta el fin de semana. Pero en la madrugada volvió a vomitar a las 3 de la mañana. A las 7 de la mañana ya estaba saliendo a San Cristóbal. Otra vez la chiquita se tuvo que chutar más curvas, sólo que ahora fueron 6 horas de curvas. Esa carretera es absolutamente estresante,  curvas súper pronunciadas al barranco, baches que te sacan volando, tuk-tuks que te obligan a frenarte; y con la perrita vomitando y la prisa que llevaba el estrés se multiplicaba. Por fin voy saliendo de las curvas y entrando a donde hay señal y bum! mi teléfono comienza a fallarme. Estaba mandando un mensaje cuando la pantalla se puso en negro con la manzanita de Apple intermitente sin manera de prenderlor. Como buena millenial, yo soy un ser totalmente dependiente de google maps, entonces el quedarme sola en la carretera sin teléfono se convirtió era una verdadera tragedia para mi.

Logré llegar a San Cristóbal sin tanto lío directo al taller de autos (de los pocos lugares a donde sé llegar de memoria). Ese taller se volvió como un oasis para mi. Cuando uno está de nómada, los lugares donde te es permitido desparramarte para pensar se vuelven faros de esperanza en la tragedia. Un estacionamiento público, un hostal, un café con Wi-Fi, una amiga de confianza, son pequeños anclajes que me hacen retomar la calma en la tormenta. Así que ahí en el mecánico tienen una salita con Wi-Fi donde saqué mi computadora y me puse a buscar la veteriaria de Jangala y anotar la dirección (porque además la veterinaria cierra de 2 a 4:30 y acababa de dar la una). Entonces mientras arreglaban la fuga del coche (se acuerdan de la fuga? toda la odisea comenzó con la fuga) me fui en taxi al veterinario con Jangala en brazos. Qué pena, les dejé el coche hecho un asco. Lo limpié un poco a las prisas, pero se me regaron las croquetas y dejé ahí el juguete de Jangala: un hueso de vaca.

Ese día se resolvió bien, Jangala ya está en tratamiento con gastroenteritis (ya paró de vomitar) y con su cuarta desparasitada (el vet dijo que probablemente ha tenido parásitos desde antes de nacer), y la fuga del coche se arregló sin problema. Para lo de mi celular tuve que ir hasta a Tuxtla (otra vez a la antigüita sin google maps), y digamos que está 90% resuelto. Pero lo verdaderamenre importante, lo invaluabe, es que Jangala ya está mejor. Todo lo demás queda en segundo plano.

Mi perra, mi amiga

Mis días han adquirido un nuevo color desde que adopté a mi perrita. Jangala es su nombre, significa jungla en sánscrito. La señora a la que se la compré tenía 16 cachorritos y 4 perros, pero ella era la única de su camada. La señora me dijo que amaneció un día y ahí se la habían dejado junto con su hermanita; tristemente, su hermanita no sobrevivió porque la atropellaron. Cuando la conocí, Jangala habrá tenido alrededor de mes y medio de nacida, pesaba poco más de un kilo y estaba en los huesos pero con la panza llena de parásitos. Como estaba cubierta de garrapatas y pulgas, la señora la había bañado con el líquido con el que le quitan las garrapatas a las vacas, razón por la cual le faltaban parches de pelo y tenía ampollas en su cuerpo. Ella no estaba junto con los otros cachorros gorditos y esponjosos que se ve que tenían trato preferencial pero, a pesar de todo, resaltaba por juguetona y dulce. Me enamoré de ella. La señora me pidió un pollo por ella (así los trueques por aquí en la selva), pero como claramente no tengo gallinas, le di los 100 pesos que tenía en la bolsa y me fui con ella directo al veterinario.

Cuando le pusieron su vacuna no lloró. Le dieron su desparasitante pero no sirvió de nada porque lo vomitó en las curvas de regreso junto con servilletas y tortillas que se ve que había recogido por ahí. En la casa continuó su martirio cuando la bañé con el jabón antipulgas. La pobrecita temblaba de frío, así que la envolví con los trapos que acababa de comprar y me quedé abrazándola en la hamaca hasta que se durmiera. Una vez pasado el susto, ella misma buscó acurrucarse en mi cuello empujándome con su naricita. Era tan chiquita, tan frágil. Derramé un par de lágrimas no sé por qué. Desde hace mucho tiempo quería un perro, también yo acababa de pasar una tragedia familiar, digamos que el agua y la sed se encontraron.

De ahí mi vida con ella se ha vuelto un constante aprendizaje. Le aprendo, me aprendo. En verdad no sé cómo la gente se atreve a tener un hijo sin antes haber tenido un cachorro. Tantas veces en las que me sorpendo cagándola por no haberla observado lo suficiente, por no haberme observado lo suficiente. ¿Cómo transferir mensajes sin palabras? y, sobre todo, ¿cómo ponerme en los zapatos de una niña que apenas está descubriendo el mundo? No es cosa fácil, hay mucha prueba y error, mucho repetir las cosas. Uno tiene que tener mucha paciencia para no herirla. Pero también está lleno de alegría, de ternura, de juego. Le pone un ritmo a mi vida. Cómo adoro llegar del trabajo y que ella me reciba con tanta felicidad, cómo adoro despertar y sentir su cariño. He aprendido a viajar con ella, a darle un lugar no importa lo que esté haciendo. A donde voy yo, va ella; y vive versa. Los 100 pesos mejor invertidos de mi vida.

De cuando me mordió un coatí

Ahorita que fue el mundial no pude evitar remontarme al mundial pasado que pasé en esta misma selva y que marcó el futuro de mi pie. Esta nota ya la había escrito antes para un blog de ciencia* donde fue modificada para darle un enfoque más académico y donde ofrezco recomendaciones para los que trabajamos en campo a la mitad de la nada. Así que sin más preámbulo aquí se las dejo:

“En el reino animal, el respeto al derecho ajeno no es la paz”

En las estaciones biológicas alrededor del mundo, es común encontrar animales salvajes que por diversas razones han sido criados en cautiverio. Sin embargo, es importante reconocer que la crianza en cautiverio no es suficiente para modificar la conducta de un animal y considerarlo domestico. Jared Diamond en su libro Guns, germs and steel: the fates of human society, explica que si hoy en día un animal silvestre no ha sido domesticado es porque no cumplen con por lo menos una de varias características, entre las que se encuentra tener un comportamiento pasivo de manera natural. Este es el caso de un incidente que tuve con un coatí (Nasua nasua) macho que fue criado en cautiverio y que claramente no cumple con la característica de ser pasivo.

Llegué una noche a la estación biológica en la que vivía este coatí. Hacía ya seis años que no la visitaba, pero en general no había cambiado mucho. Mientras íbamos camino a la estación, poco antes de llegar, nos dijeron –¡Ah! Por cierto, tenemos dos inquilinos, un pecarí y un coatí. Al pecarí háblenle por su nombre “Cochi Cochi Cochi”, y no le pierdan de vista, que luego es traicionera y ataca por atrás cuando no la miras. Con el coatí, Benito, ándense siempre con un palo para espantarlo, porque gritarle no les va a servir de nada y ataca sin ser provocado–. Yo tomé la advertencia sin reparo y continué a instalarme en mi habitación en la cabaña de mujeres. A la Cochi nunca la vi, y a Benito sólo le vi la silueta saltarina mientras uno de los trabajadores de la estación lo ahuyentaba lejos de los cuartos. Estaba muy emocionada de regresar a la selva. Es extraño, pero el aullar de los saraguatos es un arrullo para mí.

A la mañana siguiente, las chicas empezaron a despertar y comenzó a haber movimiento en la cabaña. Yo seguía despabilándome lentamente, aún en pijama. De repente una de ellas gritó –¡El coatí se metió! ¡El coatí se metió!–. Y todas se encerraron en sus cuartos. El coatí andaba rondando por el pasillo que conecta los cuartos metiendo su naricilla curiosa entre las rendijas de las puertas. Para ese momento yo ya me había incorporado, y estábamos planeando salir todas juntas para espantarlo. Pero cuando menos me di cuenta, el pequeño inquilino ya estaba trepando por la pared que separaba mi cuarto del pasillo y de las otras habitaciones. Yo lo veía impávida, como si viera descender lava por la pared. Bajó a mi cama y se colocó frente a mi puerta, dejándome sin “Ruta de Evacuación”. Me peló los dientes y, sin pensarlo dos veces, me trepé por la pared, siguiendo la misma ruta que él tomó. Grave error. En la trepada mi carismático agresor me lanzó dos o tres mordidas al pie, rasgándolo con total facilidad. Logré terminar de subir y brincar al otro lado, salí cojeando y pidiendo auxilio a gritos por el pasillo.

Ya afuera de los cuartos, volteé hacia abajo y, al ver que dejaba un charco de sangre que crecía al instante sobre el piso, se me bajó la presión. No quería mirar mi pie, se veía todo lo que se supone no debería verse, no sabía qué hacer. El pasillo de los cuartos me recordó la escena del elevador de la película “El resplandor”, a cada paso que daba se formaba un nuevo charco de sangre. Sólo me quedaba claro que nunca me había lastimado de ese modo, que estaba muy nerviosa y que debía tranquilizarme. Así que me acosté y recargué mi pie en la pared para mantenerlo en lo alto. Recordé esto de un curso de primeros auxilios que tomé, sabía que tenía que elevar la pierna para reducir la hemorragia que no se detenía. En algún momento que desconozco, alguien sacó a Benito y recibí ayuda. Una de las voluntarias insistía en echarme alcohol en la herida y ponerme un torniquete, pero afortunadamente alguien la convenció de no hacerlo. Después conversé con mi profesor de primeros auxilios y me hizo hincapié que un torniquete se aplica únicamente como última opción porque, en una extremidad herida como la mía, se debe aplicar presión y luego dejar de aplicarla a tiempos adecuados. Cuando esto no se hace se puede provocar gangrena ya que no hay circulación sanguínea y llegar a perder la extremidad. Uno de los trabajadores sacó unas vendas, me envolvió el pie, y entre dos personas me cargaron hacia el muelle, aún con la pierna en alto y en pijama.

De aquí empezó la peregrinación buscando un centro de salud. Cruzamos el río en la lanchita y nos subimos a la camioneta. Yo me contorsionaba para poder entrar en la camioneta con la pierna levantada. Además de todo, era domingo de mundial, del inolvidable partido México-Holanda (no fue penal) y en el pueblo más cercano no había nadie que me atendiera. Entonces fuimos a la casa de un conocido que tenía “habilidades de médico” y dijo que sí me podía atender, pero que no tenía anestesia. Ni pensarlo, dijimos. Vámonos a seguir buscando. Llegamos con los militares, y nada. Nos dieron evasivas diciendo que no podían atenderme, pero nunca aclararon realmente el porqué. Fue difícil competir por atención con un partido inminente. Decidimos seguir al siguiente pueblo, 45 minutos más adelante por la carretera llena de baches y deslaves hasta el siguiente ejido que contaba con atención médica. En el centro de salud me quitaron los vendajes que ya se habían pegado a la herida y sentí un dolor diferente, como si pasara electricidad por mi pie. La enfermera nunca me explicó nada, sólo me picoteaba y presionaba las heridas con un dedo con considerable fuerza, y finalmente dijo que no me podía atender. Así que nos seguimos hasta llegar a Pico de Oro, la cabecera municipal. Luego de dos horas de camino y de estar tocando puertas, finalmente encontramos alguien que me atendiera.

Aquí sí lloré. Yo creo que, en su momento, la adrenalina me había mantenido relativamente calmada y pasiva en cuanto al dolor, pero las inyecciones de antibiótico, anestesia y rabia directamente en la herida me agarraron en curva. No pude evitar dar de alaridos con cada entrar y salir de las agujas. Como era una mordida, me explicaron que no me podían poner puntadas porque se puede infectar, pero como no podían dejar el músculo expuesto, sólo lo colocaron en su lugar con tres puntadas, más unos vendoletes. Una vez que la hemorragia estuvo controlada, emprendimos el viaje de regreso a la estación escuchando el partido narrado en la radio guatemalteca con su respectivo “Chicharrones Señorial y una tonadita chiflada“ en cada saque de banda.

Me quedé dos días más en la estación sin bajar la pierna más allá de mi cintura porque me dijeron que si volvía a salir la sangre podía reventar los puntos. Tenía que mantenerme en reposo mientras cambiaban mi boleto de avión para regresar a mi casa en la Ciudad de México y la gente de la estación organizaba mi salida.  Como hay un teléfono satelital en la estación, sólo le informé de lo sucedido a mi papá y le dije que le avisara a los demás miembros de mi familia. Para cuando el mensaje llegó a uno de mis tíos, la historia ya estaba en que “¡a Sabine la mordió un cuate! ¡Está gravísima!”, –¡¿Pues, qué cuates tienes?!– me dice cuando lo vi a mi regreso a la Ciudad de México.

En la estación la gente fue muy linda conmigo. Lo agradezco infinitamente. Me movían en carretilla y me cargaron a todos lados, incluso me llevaron a un paseo nocturno y a dar una charla en el ejido cruzando el río. Ya en la Ciudad de México me revisó otro doctor y me dijo que había perdido un nervio y parte de un tendón, me explicó que por eso sentía como electricidad recorriéndome por la herida y el pie. Debo admitir que me dio tristeza ver mi cuerpo tan frágil y roto, pero hay que tomarse estas cosas con cierta ligereza y con toda la paciencia que uno pueda darse: son experiencias, aventuras al final de todo. En su momento puede ser muy impactante, pero con el tiempo estas experiencias se vuelven recuerdos preciados.

 

Pero me parece importante extraer una moraleja de una experiencia así. Por ejemplo, tenemos que recordar que, al trabajar en el campo, existen mil y un maneras en las que podríamos accidentarnos. Este caso fue algo inusual pero otros accidentes como las caídas, son más comunes. Hablando con el Dr. Poblete, la persona que me enseñó primeros auxilios, analizamos los hechos y pensamos en cómo se pudo haber actuado de manera más adecuada. En condiciones urbanas, el primer paso hubiera sido llamar a la ambulancia, pero ya que se trataba de un lugar con pocas vías de comunicación y de difícil acceso, uno debe ser el primero en reaccionar. Me recomendó que, a cada lugar a donde vayamos al campo deberíamos de ubicar los centros de atención médica más cercanos y, de ser posible, obtener su teléfono de urgencias. Esto agiliza mucho más la atención, ya que hay que buscar cuál es el más cercano al lugar del suceso, si es que es necesario mandar una ambulancia o llevar al herido al centro de atención. Cuando hay un accidente, es crucial mantener la calma para que la situación pueda resolverse del mejor modo. No dejen que el dolor los haga actuar impulsivamente: el suceso ya es suficientemente terrible por sí solo, no hay que “echarle más crema a los tacos”.

Para tratar la hemorragia, también hubiera podido aplicar presión directa a la herida, pero no fue necesario ya que fue suficiente con elevar la pierna para controlarla. Hay que reconocer que la sangre es muy escandalosa y puede aparentar que una herida se vea más grave de lo que es, sobre todo, si se trata de partes del cuerpo que sangran con mayor facilidad como la cara, los pies o las manos. El Dr. Poblete reiteró que el famoso torniquete debe ser la última opción porque podemos ocasionar más daño que el que pretendemos reparar. También, la desinfección de la herida debe tratarse una vez que la hemorragia se encuentra controlada, para asegurar que no haya otras complicaciones que pongan en riesgo a la persona.

El Dr. Poblete también recomendó que toda estación biológica debería tener su propio botiquín de primeros auxilios. Pero, mencionó que ya que somos biólogos de campo y muchas veces podemos estar lejos de la estación, es obligatorio que cada quién cargue el propio. Dijo que cada botiquín debe contener por lo menos guantes de látex, vendas, gasas, agua oxigenada, yodo, suero o solución salina y, si es posible, equipo para suturar. A mi me gustaría agregar a la lista del botiquín de campo agua y algún alimento con azúcar. Según el Dr. Vance en On Call in the Wild, una ligera deshidratación puede ocasionar dolores de cabeza, pero también puede conllevar a pérdida de presión de manera dramática si se tata de una deshidratación grave. Asimismo, un alimento azucarado ayuda en casos de pérdida de presión, desmayo y, no menos importante, a relajar al paciente.

Según Sigala y Esparza en su libro Distribución de Serpientes de Cascabel en México “todo México es territorio cascabel”, y en diversas zonas tenemos nauyacas y coralillos. Aunque, en general, estas serpientes no atacan sin provocación, es común que se mimeticen o se escondan en los lugares donde solemos trabajar, por lo que podríamos agredirlas por accidente. En su artículo Vance dice que las mordeduras de serpiente matan a 100 000 personas al año a nivel mundial, por lo que no es mala idea cargar con un extractor de veneno, y sueros anti-viperinos con por lo menos dos agujas para administrarlos.

Finalmente, se recomienda ampliamente tener un plan de acción previamente diseñado para todo tipo de situaciones de riesgo a las que podamos exponernos. Hardy recomienda tener un plan de acción previamente diseñado e implementado adecuadamente con toda seguridad mejora el resultado del incidente. Asimismo, recalca que el uso de radio o teléfono será invaluable en estas situaciones. Así que debemos asegurarnos siempre de que éstos se encuentren cargados. Recordemos que en durante nuestras actividades en el campo los accidentes son impredecibles pero pueden ser prevenibles, por lo que la información y la precaución serán nuestros mejores aliados.

*http://blogs.ciencia.unam.mx/lahuella/2016/06/16/en-el-reino-animal-el-respeto-al-derecho-ajeno-no-es-la-paz/

       

Un equipo de trabajo

Debo admitir que había dejado de escribir en el blog en parte porque estaba estresada (pero claro que además influye que no hay señal ni internet en toda la región y que esto lo estoy estoy publicando desde un potrero en la carretera fronteriza a 15 min manejando de mi casa donde llega la señal guatemalteca y el servicio para contratar internet es pésimo). Estaba estresada porque trabajar en los fragmentos de selva puede ser muy pesado y porque mi guía y yo no formábamos el mejor equipo. Y es que somos mundos distintos. Él, hombre mayor macho de pueblo, yo, mujer joven feminista de ciudad.

No sé qué era. Quizás era un simple roce de personalidades. Quizás era el factor de una mujer diciéndole qué hacer. Quizás las palabras que yo utilizaba eran demasiado citadinas. Quizás era el hecho de que además de ser mi guía también era mi roomie (le rento una casita a lado de la suya pero su esposa nos hace de comer, así que lo veo todo el tiempo). El punto es que durante el tiempo que trabajamos y vivimos relativamente juntos siempre había tensión. Incluso yo sentía tensión en mi cuerpo todo el tiempo. Nada más de ver los programas que veía, cómo trataba a su esposa, y los comentarios que decía, me quedaba muy claro que para él las mujeres no jugaban bajo las mismas reglas que los hombres. Me era inevitable entonces sentirme incómoda cada vez que me tenia que agachar para pasar una barda de alambre de púas, o cuando subía un árbol y mis nalgas quedaban expuestas como piñata. Me era inevitable querer cubrir mi cuerpo y quitarme todo gesto de feminidad, restringir mi persona al máximo desde cómo camino a cómo hablo. La comunicación parecía imposible. A todo lo que yo sugería había una demeritación, siempre buscando dónde me equivocaba. Para cada trabajo había que rogarle, para cada traba un tirar la toalla. Pesimista en voz alta, y en campo, que las cosas rara vez resultan como planeas, eso es lo último que quieres escuchar. Además, debo recordarles que estoy viviendo sola en un Ejido a la mitad de la nada donde no puedo simplemente levantar el teléfono y marcar cuando deseé, lo que hace que siempre esté latente una posición donde me siento constantemente amenazada. Eso aunado a que el trabajo en los fragmentos puede ser muy estresante por su pura naturaleza, me tenía exhausta física y psicológicamente.

Pero las cosas cambiaron. Me fugué de la selva unos días para ir a votar. La casa de Karina es como un oasis apapachador entre perros, plantas y bicis. Me sentí en casa, me sentí acompañada. Dejé que la tensión de mi cuerpo se disipara por un momento. Me dejé volver a ser femenina, volver a sentirme bonita. Quería llorar, estaba tan debilitada. Con los días volví a tomar forma. Un respiro. A mi regreso en el ejido me vengo a enterar de que Audon se había ido pal Norte y que me dejó encargada con otro guía. Así namás. Pum. Sorpresa. Vaya vueltas que da la vida. El nuevo guía se llama Adolfo. Ya tendrá cerca de sus 60 años pero tiene la ligereza de un niño, hemos hecho un equipo excelente. Para nada siento esa tensión extraña que sentía alrededor de Audon. Trabajando en campo coopera, propone, se ríe, se ve que le gusta su trabajo. Descansé mucho cuando me dijo que Audon así es, que “le gusta quejarse”. Yo pensaba que era algo que yo había hecho, pero creo que este fue un caso particular de haters gonna hate.